Incluso si algo no brilla nunca está brillando en alguna otra parte
Cada nuevo libro de Elisa Victoria es un regalo inesperado y un tesoro único. No solo porque nadie escribe como ella -con ese desparpajo, con ese asomarse a los escondrijos del cuerpo, con esa poesía escatológica, con esa añoranza por lo que fuimos en otros tiempos-, sino porque cada obra es capaz de teletransportarnos a un mundo y a una época vital diferentes. Como las migas de pulgarcito, las velas de la Santa Compaña o un puñado de luciérnagas, nos ayudan a encontrar el billete de ida a nuestra parte más profunda, el camino de vuelta a casa. Si con Vozdevieja nos enamoró con esa niña noventera asalvajada y sentimental, tan enganchada a su abuela, y en El Evangelio nos mostró los claroscuros de una joven precaria, de los abismos de un cole de monjas, del deseo más primitivo, y de la insatisfacción que genera una educación castradora, en Otaberra, nueva joya del catálogo de Blackie Books, de un azul explosivo, como una melancolía que duele, Elisa se atreve con una propuesta más experimental y caleidoscópica, una oda a la memoria y a la adolescencia de la que saldrás llena de calma y de espinas.
Poco se puede contar de este libro sin cometer el error de destriparlo, de descoser sus secretos, de enseñar sus engranajes; un pecado imperdonable. Solamente diremos que va de Renata, una joven científica para la que los relojes parecen haberse congelado y el mundo haberse convertido en el decorado hueco de un teatro. Su cabeza y su cuerpo están descoordinados: para ella, el tiempo está detenido a finales de los ochenta en Otaberra, el pueblo donde se crio, un lugar que me imagino gris y brumoso, suspendido en un otoño eterno. Un lugar en el que ser diferente no es nada sencillo; un lugar irrespirable como lo es la propia adolescencia; un campo minado y a la vez, el lugar donde a la protagonista le toca hacerse mayor.
Un puñado de días después de terminarlo, Otaberra me sigue crujiendo cerquita del corazón: es un libro que celebra la memoria contra el olvido, la literatura contra la pena, las vidas que tuvimos y las vidas paralelas -flotando en algún lugar si sabes dónde poner la oreja-, las puntadas de felicidad -pocas o muchas- que cosen una existencia y la juntan con las de otros, el fulgor de las estrellas fugaces a años luz del resto, la vida de los objetos -ninguna cosa es solo una cosa, pues las casas guardan fantasmas; las fotos, espíritus, y la basura, los retazos y sombras de otros-, el poder de la amistad, la cicatriz salada de hacerse mayor de golpe. Y que se hace una pregunta muy importante: ¿qué instantes marcan quiénes somos realmente? ¿Qué personas llegan a vernos, de verdad, desnudos frente a unos ojos? ¿Cómo seguir adelante, pese a la crueldad del tiempo? Elisa Victoria tiene algunas respuestas, pero sobre todo, muy buenas preguntas, y un camino mágico para contarlas, como un trilero.