Inocencia interrumpida | Reseña de El Evangelio de Elisa Victoria

Inocencia interrumpida | Reseña de El Evangelio de Elisa Victoria

Después de esa ópera prima lúcida, deslenguada y maravillosa que fue Vozdevieja, Elisa Victoria vuelve con El Evangelio, una novela viscosa y centelleante que te atrapará como las lámparas a las moscas en las noches de verano. Que te resonará muy cerca si tú también te empezaste a hacer mayor cuando todavía había Mensamanía, cuando aún se podía fumar en los bares, cuando Britney estaba hasta el coño y se rapó la cabeza, cuando todo empezó a irse a la mierda en esta España triste con crucifijos que nos observan desde los cabezales de las camas, colegios en los que convierten en metralla el alma pura de los niños y empresas que te explotan hasta que de ti solo queda un cansancio y olor a bacon del malo en los dedos.

Elisa Victoria nos regala otra vez una prosa vibrante que drena como líquido linfático, obligándonos a asomarnos al terror corporal, al miedo atávico de una niña reflejado en un espejo, a los deseos más sórdidos que anidan al fondo de la garganta, a maldecir haber nacido, a clavar las uñas y no soltarlas en la piel del barrio, el único hogar verdadero, que la bandera nos empieza a dar más miedo que el logotipo de Nike. Elisa, ejército de culebras clarividentes, médium de tantas adolescencias pudriéndose en el pozo de la memoria, se nos mete por lugares oscuros que pocos se atreven a pisar, por terrenos escatológicos, malsanos, dolorosos, placenteros. Nos habla de la patria chica, de su Andalucía, de las penurias de una universitaria precaria, de la amistad incondicional, de los recuerdos que quemamos como cinexines, del odio inoculado despacito, sin prisa, domesticándonos lo salvaje y tierno de la infancia, del fantasma de Lorca con manos frías de monja tapándole la boca y enterrándolo otra vez bien abajo, del amor infinito entre las patas de un perro. Si dios existiera, solamente podríamos verlo en los ojos de un animal, y no en la humedad de una mazmorra.

El Evangelio de Elisa Victoria
El Evangelio de Elisa Victoria

En El Evangelio conocemos a Lali, una chica de veinte años que por un despiste debe afrontar sus prácticas de Magisterio en un colegio católico mientras lidia con una jornada mierda en el Telepizza, los gruñidos desagradables de un tío enfermo, la torpe relación con su madre, el imán envenenado del sexo, los desencuentros con el propio cuerpo, la venganza y la liberación de los fluidos, los viajes en bus interminables, el pánico a que se (nos) muera el trocito de niña que se te queda dentro, abajo del foso de los órganos, ese espíritu queriendo trepar hasta el esternón cuando la ocasión se lo permite.

Elisa Victoria demuestra que es una voz imperdible en nuestras letras, una mano que hace carne, víscera, lágrima y espasmo de las historias de una generación ahogada, la de las millennials que ya peinamos canas. Su escritura empapa como un arroyo de esos que tanto le gustan, muerde suave y rico como un gato despeinado, es una cama de faquir con sábanas de seda. Las aguas ávidas de sus páginas son los lodos de aquellos polvos de esta España triste, la de los colegios lóbregos que degollan cualquier amago de pensamiento crítico, nos trae su corriente la parálisis ante el negro de la pantalla cuando nos desconecten el cuerpo de la vida, el barro del miedo a que currar por cuatro duros nos mate los sueños, a que no nos follen como nos imaginamos en el refugio de nuestra mente, al abismo irremediable que existe entre cómo somos y cómo nos mostramos al mundo. Su protagonista, como cualquiera de veinte, ya está llena de grietas.

Crédito: Blackie Books

Es posible que con su exquisita cubierta Blackie Books se haya marcado su edición más increíble hasta la fecha. El Evangelio es como una biblia pagana de la adolescencia disolviéndose, un catecismo apócrifo negro, fucsia y dorado donde cabe lo macabro, la vergüenza, el tedio existencial y también esas ganas de seguir viviendo cuando un niño cecea y se te llenan los pulmones de terciopelo, cuando te mira tu perro, cuando tu mejor amiga te invita a un traguito y a una partida de chinchón, cuando eres libre un segundo mientras tu cuerpo tiembla. Santificado sea su nombre.

Un cielo grande y sin gente
monta en su globo a los pájaros.

El sol, capitán redondo,
lleva un chaleco de raso.

¡Miradlos qué viejos son!
¡Qué viejos son los lagartos!

¡Ay cómo lloran y lloran.
¡ay! ¡ay!, cómo están llorando!

Federico García Lorca

Imagen | Fundación Cajasol, Antonio del Junco/Flickr

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