Tristeza y estirpe | Reseña de La familia de Sara Mesa

Reseña de La Familia de Sara Mesa

Mírala bien, antes de despertar. Los puntos ciegos y las madrigueras. Palabras que significan justo lo contrario de lo que aparentan, tramposillas. El peine que traza la ordenada raya en medio y el revoltijo de pelos debajo del colchón. La puerta del armario que no cierra del todo. La rendija que queda. Los ojos que espían.

La familia, Sara Mesa

No vamos a decir esa frase de Ana Karenina que vale como comodín para cualquier historia que pose su mirada sobre una familia, anodina por fuera, huevo Kinder de sorpresas por dentro. «En esta familia no hay secretos», proclama un padre orgulloso en un salón sin televisión al comienzo de esta historia. Con La familia (Anagrama), Sara Mesa nos regala otro libro sobresaliente, tal vez el mejor de todos -aunque qué más da eso-, para sumar a su colección de novelas palpitantes y generosas, amargas como la ruda, afiladas como camas de faquir, y destinadas a despertar esos gusanos dormidos que llevamos dentro. Desasosiego, culpa, pena, compasión, oscuridad, fracaso, deseo, pudor, estupefacción.

Por primera vez con respecto a novelas anteriores —con uno o dos protagonistas y una atmósfera espacial y temporal generalmente más acotada, pura claustrofobia hecha internado, hogar, pueblo—, La familia es coral: desenreda a lo largo de bastantes años la telaraña viscosa de una estirpe: padre, madre, dos hijos, dos hijas y algún tío o vecina. En solo unas pinceladas, con un fotograma o diálogo, hay una revelación. Porque además de construir unos personajes profundos, quebrados, personalísimos, con sus tiernas taras y sus electrizantes recovecos, Sara Mesa sabe destripar su esencia en pocas palabras, y revelar su herida, la primera, que es la que al final nos acompaña siempre. Me recuerda a una frase de Ricardo Virtanen que dice así: Al nacer, nos adjudican una sombra. El resto ya lo conocéis.

La familia, Sara Mesa

Aquí los spoilers son pecado mortal, y de la historia no diremos nada: conocerás a un padre severo y puntilloso, a un chaval trémulo y tímido, a una niña avispada, a una adolescente ávida de conocer lo que hay fuera de las paredes de su casa, a un pequeñajo que tiene respuesta para todo, a una madre melancólica. Los conocerás tanto en tan pocas palabras que al acabar, querrás volver al principio, hojear los salvoconductos, revisar los rincones de la casa, columpiarte en los ángulos muertos, rescatar migas, como Pulgarcito. ¿Sabes cuando una fruta está mala, pero el moho todavía no ha salido a la superficie? Pues así son estas líneas: lugares cotidianos donde cavar hacia el corazón de las alcantarillas, túneles gigantes bajo la tapa de un contenedor de basura, miradas que condensan millones de palabras que no se dicen en voz alta. Como en los evangelios, por sus obras los conoceréis: es en los pequeños actos, y a menudo a solas, o lejos del ojo de los restantes miembros de la familia, cuando las orugas de cada cual se convierten en mariposas. Un pequeño robo, un orgasmo eléctrico por encima de la ropa, una certeza lúcida que asoma cuando todos están dormidos.

Por supuesto, y como cabría esperar de su autora -es esto un piropo, claro está-, La familia es un libro triste, seguramente todavía más triste que Un amor. De esa tristeza sin escapatoria, pegada como chicle al zapato. Su honestidad brutal abre la bolsa del vómito, mira debajo de la alfombra, saluda a los monstruos de debajo de la cama. Habla de que lo querían haber sido y no pudieron, de la libertad y sus cepos, de la autoridad y sus cadenas, de la vergüenza y del ardor, y de la ambición y de la carencia, y de la frustración que siembran los códigos dentro de cada familia. Corsés rígidos donde no te caben todas las partes del cuerpo. Como un rompecabezas, la novela resuelve qué queda de cada persona después de todo. Cada uno es lo que hace, con lo que hicieron de él, que dijo aquel famoso señor francés. A mí La familia me parece una maravilla: su mejunje, su alquitrán, se me quedan en la cabeza sin remedio, como una bacteria silenciosa y letal, como una playa tras el paso del Prestige.

¿A cuánto está el gramo de eso que tengo y que nadie más tiene?, rapeaba Gata Cattana en una canción de su disco póstumo. Definitivamente, Sara Mesa tiene eso especial que nadie más tiene, un don envenenado, un superpoder subterráneo que mira dentro de la gente -y bien adentro, hasta que todo se pone negro vantablack-, como quien sueña los incendios, presiente las muertes o huele las enfermedades. Como una forense sin miedo a la podredumbre o el sereno que abría los portales de madrugada, Sara conoce nuestras grietas y allá donde hay pus, en lugar de apartar la mano, rasca la postilla y empieza una nueva excursión. God Bless.

Imagen de portada | Oro Doro/Flickr

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