Quiero vagar cada noche por una calle
Un perro como tú, Poncho K
Y descansar cuando me dé la gana
Romper el hielo y dormir bajo un puente
Coger el sueño escuchando a la gente
¿Hay una parte animal dentro de nosotras que puede despertarse, incandescente, cuanto más opresiva es la atmósfera civilizatoria que nos rodea, como un celofán que revienta? ¿La claustrofobia del hogar, el dique seco creativo, los pañales sucios y la monotonía aséptica del vecindario pueden provocar que te crezca pelo en la nuca, que la sangre fresca huela delicioso o que un aullido asome de tus entrañas? Eso mismo parece empezar a notar la protagonista de Canina (Blackie Books), una novela licántropa, inquietante y subversiva en la que Rachel Yoder relata la maternidad desde un ángulo salvaje y poco explorado: la conexión con lo más primitivo, pero también la desconexión de una misma, el apetito de cambio o la importancia de tirar de la madeja y escuchar al instinto. Enciende las brasas y saca sal gorda, que Canina te va a dar mucha hambre…
Como Carmen Maura en la peli de Almodóvar, nuestra protagonista está al borde de un ataque de nervios. Ha renunciado a su trabajo en una galería de arte para criar a su hijo pequeño, las tareas de casa se le amontonan, su intermitente marido está casi siempre fuera por trabajo y para colmo, ha comenzado a percibir una extraña transformación en su espíritu y en sus vísceras: Perra de noche asoma en su interior, un bulto aparece en su espalda y más pelo de lo común emerge de su piel. También está esa hambre incontenible que le hace salivar con tan solo pensar en una chuleta cruda, o ese revoltijo interior que le provocan ardillas y conejos. Confundida, no sabe si es la maternidad, la falta de tiempo para sí misma o el abandono de su vocación los motivos que le han hecho perder totalmente la cabeza, o, por el contrario, está experimentando una auténtica metamorfosis. Para colmo, encuentra un viejo manual sobre mujeres mágicas y escrita por una tal Wanda White, etnógrafa a quien se apresura a mandar un correo con sus inquietudes. Todo el mundo necesita un objeto que le resuene, algo que le gire los párpados. Clic.
Canina es la historia de una búsqueda que va de lo sutil a lo físico, de la oscuridad interior a la membrana de fuera. Es también una reflexión de qué demonios hacemos con nuestra energía, de cómo sublimamos la voz interior, esa loba feroz dormida, y la apretujamos bien adentro para anestesiar las aristas menos cómodas de nuestra existencia; es un tres en raya de cabeza contra espíritu, de bestia contra autómata, una yincana de las cosas que deben quemarse, desprenderse y sacrificarse para alumbrar un futuro distinto.
De nuevo, la vieja pregunta que nunca caduca. ¿Quién soy y qué he venido a hacer aquí? Las respuestas vendrán como pistas primitivas, que siempre deben ser resueltas a la vieja usanza, del único modo posible: jugando. Canina tiene algo de escalofriante, es endiabladamente divertida y te dará ganas de poner el mundo en mute y escuchar el bullir de tus órganos. En ese gorgoteo, en esa música de la vida abriéndose paso a borbotones, hay una perra esperando. Una verdad que se abre camino por encima del WiFi, las luces de quirófano del supermercado, la farsa en los ascensores, la domesticación de los niños, que también quieren chillar y galopar y olisquearlo todo.
Aunque transcurre en un verano pegajoso, Canina es eléctrica, nocturna y sienta igual de bien que un lingotazo de whisky en medio de un atasco en la nieve: te despierta. Esa perra te está esperando, y parafraseando a Shakira, anda, deja que se coma el barrio antes de irse a dormir.
Imagen de portada | Sandy Kim