El bolígrafo de Antonio Soler esconde algo que nadie más tiene. Adorado para la crítica, pero todavía inexplicablemente desconocido para gran parte del público, este autor malagueño escribe de un modo tan magnético que despierta más que la cafeína, es capaz de capturar la escurridiza verdad a través de los ojos de la literatura y cuenta las cosas de un modo lúcido hasta el extremo, porque Soler es experto en zambullirse en rincones oscuros del alma humana y detectar las sombras, los deseos y los lazos en el bullicio mágico de las ciudades y dentro del frenético ajetreo de los barrios. Si con Sur —Premio Nacional de la Crítica— fue capaz de concentrar en 24 horas un mosaico de vidas turbias, anhelos y coincidencias en un día de ola de calor, en Yo que fui un perro, su nueva novela publicada con Galaxia Gutenberg, se zambulle en el pellejo de un estudiante de medicina obsesivo y controlador que considera a su novia Yolanda casi un objeto de su propiedad.
Esta novela está escrita como un diario —tachones y borrones incluidos— y como tal, tiene la impronta de la bilis verdosa, de la tristeza azulada, de la frustración rojiza, los pensamientos recién vomitados, los dilemas más pringosos del monólogo interno de su protagonista y también una intimidad bien profunda, esa que lleva a los niños a cerrar sus libretas con candado y guardar a buen recaudo la llave.
Además de su valiente formato, que obliga a una lectura ojiplática, enfermiza, casi en trance, la novela escoge al personaje más oscuro de la historia para que el lector obtenga un difícil — pero valiosísimo— regalo: conocer por dentro los recovecos de una mente enfermiza, saber cómo operan las entrañas de una persona normal venida a monstruo, comprobar cómo la destrucción se gesta en una arenilla y acaba bola de nieve, igual que hizo hace tantos años y de forma brillante Nabokov con Lolita.
Yo que fui un perro encaja a la perfección dentro del microcosmos literario de Antonio Soler: algunas piezas del puzle chocan con otras novelas, y su prosa es tan poderosa, tan clarividente, tan certera que el abismo se abre y las imágenes se quedan clavadas. Yo que fui un perro son agujas de acupuntura que se quedan enganchadas a la nuca, una soga invisible, un lúgubre alquiler dentro del hipocampo, la amígdala o la corteza prefrontal de un manipulador, que también sueña y fabula y estudia y escudriña el mundo a su alrededor mientras la podredumbre en su interior prende y se ensancha.
Yo que fui un perro es una novela con mayúsculas, una novela sobresaliente. Por lo que cuenta y por como está contado. Por sus interiores opresivos, por esa azotea eternamente vigilada, por los celos venenosos, por la frialdad y la lujuria, por la vergüenza y la rabia macerándose como mejunje pegajoso. Aunque haga falta estómago, ofrece un retrato sublime del maltrato cocinado a fuego lento con el que cualquier lector sentirá escalofríos. De las joyas imperdibles de esta lluviosa, bendita rentrée otoñal.