Los temas trascendentales en la literatura, esos a los que puede llegarse con una conversación trivial de autobús o atendiendo a un simple detalle cotidiano en un domingo cualquiera, siguen siendo los mismos por mucho que pasen los siglos: el amor, el deseo y la muerte. Y La luz difícil, la pequeña obra maestra del colombiano Tomás González publicada en su país natal doce años atrás y editada con el cuidado y la belleza que siempre caracteriza a Sexto Piso, habla de estas tres cuestiones desde un ángulo tan limpio como doloroso, tan vivo como sutil.
La luz difícil son pinceladas y claustrofobia, hechizo y culpa, espera y revoltijo, placeres sencillos y conversaciones efervescentes, juventudes al carajo y recuerdos imborrables, miedo y cangrejos, mala suerte y buena suerte, conexiones que inundan las neuronas y la carne, envejecer despacio y amar mucho y mirar a los ojos de la muerte con la misma serenidad que el mar golpea y talla los guijarros.
La historia entremezcla dos realidades: la de un pintor jubilado que está perdiendo la vista mientras escribe sus memorias y la de sus recuerdos décadas atrás, cuando su hijo Jacobo, parapléjico y aquejado de terribles dolores a causa de un accidente, está a punto de recibir ayuda para morir, en un momento y lugar en que la eutanasia no es legal. ¿Se arrepentirá de tan irreversible decisión? Mientras las últimas horas se deshojan, él intenta acabar su último cuadro y captar el brillo más difícil: el reflejo de la luz en el agua, que metafóricamente podría parecerse a capturar el brillo de la existencia. Un parpadeo, una mariposa, una gota de rocío, el bostezo de un gato, un hongo brotando, una flor abriéndose, el llanto de un bebé. Una exhalación de alivio.
Con un tempo perfecto y una belleza que duele -duele en las muñecas, duele en la barriga, aprieta el corazón-, La luz difícil es un libro necesario, hermoso, sagaz: habla de lo atemporal, de la angustia de lo efímero, de agarrarse a la vida como murciélagos al techo, de encontrar lo que persiste, como esos cangrejos herradura que llevan igual 450 millones de años. Para mí ha sido un libro sobre dejar ir, sobre la permanencia, sobre el resplandor que dejan los seres queridos, sobre el poder sanador del arte para que broten de dentro las tristezas calcificadas, los terrores más tenebrosos. «Somos micos llenos de mañas menudas, los humanos».
«La vida se aferra a este mundo con algo parecido al desvarío», piensa el protagonista en uno de los capítulos. Recomiendo leer esta novela maravillosa con el canto de los grillos.
Imagen de portada | Redaviqui Davilli en Unsplash