Echar a correr cuando el alma se quiebra es un recurso infalible del que los pobres adultos ya no pueden disfrutar
Vozdevieja, Elisa Victoria
La palabra que mejor resume una novela como La malnacida (Lumen) es hechizo.
El hechizo de una amistad imposible, al margen de los adultos, en tiempos lóbregos y espinosos, con el fantasma de Mussolini custodiando cada esquina. Con un ojo ubicuo puesto sobre cada familia, chivatos dentro de cuerpos, miradas tras los cerrojos.
El hechizo de Maddalena, una niña díscola y salvaje sobre la que pesa el estigma de una maldición, el terror social, la marginación en la escuela. El sambenito de pudrir o lastimar todo lo que toca. El fuego en el mirar. Una niña valiente y tierna en sus adentros, toda corazón y víscera, hecha a sí misma a palos, desposeída de inocencia, poseedora de un magnetismo mágico.
Una protagonista hechizada, que sigue por primera vez lo que le dicen las tripas, que quiere conocerse de verdad, a la contra de unos tiempos fascistas, de una madre dictatorial, de unos protocolos asfixiantes, de la extrañeza de la pubertad. Una niña cuyo cuerpo cambia y resplandece, cuyos sueños le aprietan por dentro de la piel, que por primera vez se siente a salvo y en casa.
No cuesta nada comprender que el debut de Beatrice Salvioni se haya convertido en todo un fenómeno editorial: se vendió a 32 editoriales antes su publicación en Italia, se adaptará como serie televisiva y ganó el Premio de la Scuola Holden, dirigida por Alessandro Baricco.
Y, yo también, una lectora hechizada: por esa malnacida, niña inescrutable, brujita moderna, misterio vibrante, toda locuacidad y brasa, rabia e insolencia, lealtad y coraje. Un coming-of-age luminoso y punzante, una historia de conexión y despertar que se te mete en el sistema límbico y lo hace brillar, tan placentera como una cereza jugosa en una tarde de verano.
Imagen | Paolo Raeli/Flickr