Nada dorado puede permanecer
Robert Frost
Flores extrañas (Sajalín) es de esas novelas que llegaron a mí a través del boca a boca: la sonrisa de una librera que cuenta cómo le emocionó profundamente, el hormigueo entre las tuberías de las redes sociales, el fervor de quienes descubrieron antes que yo -y no es moco de pavo entre la maraña de ruido actual- esta historia antigua, agreste y misteriosa, fresca como un gajo de mandarina bajo una cáscara difícil, como el sustrato de una tierra poblada de penas y secretos, revolviéndose bajo el suelo como lombrices.
La quinta novela de Donald Ryan -y mejor obra de ficción del 2020 en los Irish Book Awards- tiene saltos en el tiempo, personajes mágicos en pocas pinceladas, un relato de tintes bíblicos que te sumirá en la congoja y también en la dicha, mucha emoción contenida: comienza con la desaparición súbita de Molly, la hija de los Gladney, un matrimonio devoto y humilde que reza, trabaja y vive una existencia tranquila en la Irlanda rural hace un puñado de décadas.
Yo, ignorante de mí, empecé el libro presuponiéndole un tinte de thriller, y en su lugar me topé con una historia pura y verdadera, que viaja hasta el corazón del alma humana, a los deseos más recónditos -esos que no se apagan ni con la tiranía de las décadas ni aunque envejezcan los órganos-, un viaje por las entrañas de una familia y de sus suspiros, un relato que calienta el pecho como un viejo cuento que sabe cómo curarnos.
Esta es sobre todo una novela subterránea: de la tristeza y el anhelo que palpitan por debajo del líquido linfático de la normalidad.
Serpentean por las hojas de Flores extrañas esa lealtad como un hierrito que cose a las familias; las decepciones y esperanzas detrás de los silencios; las promesas que quedan por cumplir y una oda a la vida que queda por vivir. Si se pudiese elegir, yo también querría marcharme al sol. Y entre las flores.
Imagen de portada | Tommy Bond/Unsplash