¿Quién me va a salvar?
Depresión sonora
Tumbados en el tejado, nada se ve igual
Te quiero a rabiar
Los bloques naranjas de Luis Díaz es una de las últimas apuestas de Caballo de Troya, con Sabina Urraca a los mandos como editora en este 2023. No es una novela al uso: es una matrioska eléctrica y en chándal, que podría ser desordenada como una rayuela, o recitada como un catecismo por solares, piscinas y callejones.
Poesía inflamable en prosa que nos habla de un chico cualquiera y su barrio, uno más hundido en medio de tantos patios de luces, de la coincidencia geográfica, de los primeros relámpagos en su cuerpo, de la complicidad, la ternura y la torpeza de la amistad masculina en una adolescencia efervescente, una fiesta de penas y átomos, hormonas y veranos eternos, rabia, sensaciones gigantescas y un futuro monstruoso que asusta. L’âge atomique. Un despertar a la vida que duele como un parto, como un puñado de clavos, como un cuchillo.

Me hubiera encantado tener este libro en mis manos en mi propia adolescencia, y ponerle nombre a algunos de esos relámpagos. Pocas cosas mejores se pueden decir de un libro: haber deseado leerlo antes, saber que volverás a él en un futuro próximo, que subrayarás y manosearás sus misterios, que encontrarás nuevas pepitas de oro en sus páginas de descubrimiento y de desencanto. Los bloques naranjas tiene algo de aguadilla y algo de sueño lúcido, algo de lava y alguna espina, mucha tripa y mucho corazón.
En Los bloques naranjas las cosas brotan: todas vienen del deseo y de la imposibilidad de saber qué hacer con él. Leerlo, como un salmo que podría tener la percusión del rap o de la electrónica, cubrirse de palomas y teñirse de cielos fluorescentes y contaminados, de olores a hachís y a gasolina, te hace entrar en una especie de trance. Flotar hacia otras calles, rememorar tu propia historia. Habitar esos cuerpos jóvenes, nuevos y desesperados, atravesados por unas ganas subterráneas y luminosas de hacerlo todo, habitados por los fantasmas de todas las cosas que no pueden decirse en voz alta. Del terror y el cortocircuito y el hambre de la piel ajena.
Entre sus fotogramas, también se esboza una de las inquietudes más profundas de cualquier adolescente: las ganas de que los momentos buenos duren para siempre, de sentirse inmortales un segundo más agarrados a esa espalda en esa moto, o dando un calo que ilumine una noche de agosto, o muriéndose de risa en una orilla llena de olas. Esas ganas de congelar el tiempo, de atrapar la vida como el ámbar a un mosquito.
A Luis Díaz solo le puedo dar las gracias por coger esos años eléctricos -que diría Charly Efe-, esa juventud áspera como un erizo asustado, y esos cuerpos incandescentes y devolverlos a un lugar al que regresar flotando. Un limbo entre los bloques naranjas donde nos hicimos mayores.