Canciones proféticas y añejas ocultas en viejos instrumentos musicales, el amor telúrico por lo que brota del huerto, las dificultades sociales de los desterrados, el analfabetismo digital o la pobreza rural del violento siglo XXI son algunas de las semillas que Claire Fuller disemina por su Tierra inestable, una maravillosa, envolvente y cruda novela publicada en España por la editorial Impedimenta.
En un tranquilo pueblo inglés, Dot muere de un derrame cerebral, dejando desamparados a sus hijos Jeanie y Julius, dos hermanos mellizos de 51 años, cuya casa es su santuario, su refugio y su madriguera: allí tienen gallinas, siembran hortalizas, cantan al anochecer y se cuidan mutuamente. Ella apenas sabe leer, su corazón flaquea como un animalito y cultiva rábanos, cebollas o patatas con suma devoción; él hace trabajillos de ordeño, carpintería o construcción aquí y allá, pero jamás ha cotizado. Aquí comienza esta historia: la ausencia de la madre les da un bofetón contra el mundo, enfrentándolos en su madurez a un panorama hostil y a una realidad llena de púas y de conflictos. Los hermanos se toparán con la pobreza extrema, el fantasma del desahucio, el agujero en el estómago, los secretos escondidos junto al lavadero, la culpa, ~el deseo y la vergüenza, el rechazo de la caridad y a la autoridad, la garra y el inmenso cariño que llevan dentro estas dos rara avis, como el de un lobo feroz que a veces muerde sin querer.

Tierra inestable golpea sin gentileza al lector, pero supura una ternura que viene de lo más hondo de la tierra, como las raíces de la chirivía: habla de los desheredados, los que desconfían del ecoturismo y no saben lo que es Instagram; los que no tienen amigos para tomar una pinta en el pub; las que confían todo el amor de su carne a los ojos de una perra; los que trabajan la tierra pero nunca la heredan. Los monstruitos sin cuenta bancaria ni lugar donde caerse muertos, los que sienten la morriña como un ´órgano, los que están conectados a su casa y a la infancia como si su sistema nervioso se anudase en el sustrato del propio campo. Los que tienen que tirar palante y aguantar carros y carretas, escupitajos y cuchicheos, los embrutecidos y las desamparadas, todos los que se reconcilian con la vida con la grasa de una guitarra, de un fiddle o un banjo, cuando ese estribillo vuelve a sonar.
Conoce a Jeanie y a Julius: son únicos, son duros como la roca y sensibles como un aguacero. Como la tierra a la que aman y de la que son expulsados, también están llenos de flores, de suturas, de terrores y de lombrices. Seguro que existen en algún lugar, cantando Polly Vaughn al anochecer, combatiendo el olvido con música e invocando a la buena suerte, como un whisky que calienta la garganta. No te olvidarás de esta historia.