«Nací para sufrir, pero vivo vacilando», decía al mirarse al espejo el Bigotes, un avispado trabajador del Mercado de Collblanc que abastecía al Collado de merluza o boquerones frescos por las mañanas, mientras se lanzaba a la conquista de las salas de baile por las noches. La frase también valdría a modo de resumen de las peripecias del protagonista de esta historia, a caballo entre una crónica costumbrista afilada, un relato corto con olor a escalivada y a litros de cerveza o una novela sobre los personajes ilustres, benditos-malditos, genuinos borrachuzos de la Barcelona limítrofe, la de los bloques y las tiendas de barrio aplastados por la vorágine hambrienta del sueño olímpico y la crisis del 2008.
Carles Armengol relata en Collado. La maldición de una casa de comidas –editado por Colectivo Bruxista y con una ilustración de portada maravillosa de Cristina Daura que bien valdría una camiseta-, sus vivencias al otro lado de la barra como cuarta generación de una casa de comidas. Un niño criado entre habas a la catalana y platos calientes de escudella, mediodías infinitos, horarios rotos, almas libres, quinquis y desterrados, discos mágicos y la ilusión en la mente de escapar de la maldición familiar lo antes posible. De huir del bar de siempre en busca de nuevas aventuras. Con sorna, encanto, lucidez, mala leche y un poso de melancolía, Armengol brinda el regalo de un libro único, las memorias de esas casas de comidas en peligro de extinción, el cuaderno de bitácora de los espíritus que hincan el codo tras la barra, los secretos del siniestro Gery, de la tienda Discofilia, el ebrio Costeau evitando atracos, los líos del Rubio, la vida perra de Loli, las penas de Onofre.

Collado funciona a modo de tragicomedia, de diario personal y también musical: incluso incluye un código QR para volar sobre una lista de Spotify con las canciones que marcaron a Carles, chupinazos de alegría, rockandroll y un mundo a todo color, como el que le enseñaron los del T.O.D.O. Entre eso y los olores que parecen despedir las páginas, a fritura y a butifarra, a alcachofas y a huevos fritos, a berenjena asada y a barril de vino, sumergirse en Collado es una experiencia sensorial. Sobrevolar sus rincones y conocer a sus tertulianos tiene algo de bello, de picante y agridulce: como un videoclub que cuelga el cartel de cerrado, como las tiendas de discos donde encontrarse a uno mismo, como las tascas de señores que todavía pelean contra las horrendas cafeterías de luces LES, smoothies y muffins para guiris.
Si solamente se pudiese definir en una palabra, Collado es un libro auténtico. Ven, y te lo pasarás pipa. Querrás quedarte con la oreja puesta, zampando boquerones en vinagre y observando como Carles Armengol destripa con maestría el alma de los parroquianos, la magia maldita del bar de siempre.
Imagen de portada | Rodrigo Vera/Flickr