Leche condensada se parece a un trampantojo con forma de golosina de los años noventa. Un bubbaloo que te tiñe la lengua de vergüenza, un peta-zeta que sigue burbujeando en el estómago cuando te quieres dormir, un escalofrío que amarga el recuerdo de un cumpleaños manchado de confeti. La primera novela de Aida González Rossi, que estrena la nueva colección de 2023 de Caballo de Troya —con Sabina Urraca al frente como editora—, es un regalo infinito, pero que cuesta masticar y digerir, un videojuego agridulce e inflamable sobre una infancia atragantada, un hacerse mayor de golpe, un aprender a palos, un autodescubrimiento a base de magia-jedionda, de tragos y de costras, de heridas y de desdoblamientos, como si la vida fuese una fase del Pokémon tan difícil de pasar que hubiese que sacarse cientos de trucos de la manga, hacer un viaje astral desde el sótano y cruzar los dedos para que el tiempo pase volando. Mudar de piel y de escamas para seguir respirando.
Aida, la protagonista de esta historia, es casi adolescente. Tiene doce años, y vive en el umbral entre ser una niña y empezar a mutar en adolescente que estira, que sangra, que se expande. Obligada a abandonar su casa de siempre y mudarse temporalmente con su madre a un viejo piso en el sur de Tenerife que percibe como ajeno, su salvavidas es Internet, los videojuegos y su abuela. Su primo Moco, de quien nació inseparable y como alma gemela, se ha convertido en una presencia monstruosa, ha dejado que la confianza devenga en serpiente, en fuerza bruta, en chantaje viscoso. Mientras, su cuerpo le grita cosas, su alma pide un poco de socorro y su espíritu queer sube hasta arriba del todo de su epidermis cuando su amiga Yaiza le roza los nudillos. ¿Qué hacer en todo ese caos? Desde luego, intentar sobrevivir.

Leche condensada está contada con el arrebato de la oralidad, con lo primitivo de la infancia, con la suciedad de vivir dentro de una realidad que asfixia y contemplarla desde fuera -a través de un cinexin o del messenger o de una pantalla-. Más que leerse, es una historia que casi puede escucharse, con la música de la Game Boy de fondo, con lo triste y lo rabioso de la grieta injusta, de envejecer antes de tiempo, de aguantar carros y carretas en un cuerpo de niña solitaria. Tiene la magia desvencijada de cuando Internet era casi un secreto y no una prolongación de las extremidades, tiene el sabor a sangre de una tirita bien quitada, la complicidad que se eleva por encima de las cabezas como una llama sagrada en una fiesta de pijamas con amigas, las alas con las que los personajes de ficción -que más da Pikachu que Conan que Spinelli- hacen levitar a las adolescentes perdidas. Y tiene el dolor de un secreto fermentado como una bacteria, la quemazón del autoodio como gasolina, las ganas de salir corriendo y echarle nitroglicerina a la memoria y que las cosas estallen. También tiene el chispazo del primer deseo lésbico, el ardor ritual de la primera borrachera, las confidencias que solamente se dicen con los ojos.
Huelga decir lo mismo con cada libro que merece la pena, pero Leche condensada es especial, hay que vivirlo leyéndolo. Como una costra recién quitada para que le entre todo el salitre, como un Gyarados rojo brillante, como un beso después del asombro, como un potaje caliente en enero, como un helado en un día de niebla. Como un volver a iniciar la partida después del Game Over, como un poso de esperanza después de tanta extrañeza. Leedlo, coño, que es un regalo como pocos.
Imagen de portada | Lia/Unsplash