«Al cabo de unas semanas Jenny pega un pequeño trozo de papel en la pared, tan cerca de su dibujo que se superpone a él y tapa la firma. En el papel se lee únicamente «Hemos ayudado a nacer a los cerditos»».
Idaho
En Idaho (Emily Ruskovich, publicado en España por Literatura Random House) hay todos los ingredientes no solo de un debut sensacional, sino de una novela con mayúsculas, una historia originalísima que guardar un pequeño y cálido compartimento dentro del corazón, con chimenea y troncos que crepitan incluidos, para volver de vez en cuando.
La primera novela de esta autora, cuyo nombre también obedece al lugar en el que se crio —con sus cordilleras altas, bosques espesos, lagos profundos e inviernos aislados por la nieve — es un prisma de muchas caras donde las voces de los personajes y los saltos en el tiempo tejen un hilo alrededor de lo innombrable, de la memoria, y sobre todo, del perdón, de la culpa, y de la expiación. El inicio se posa sobre un cálido día de agosto en el año 95, cuando una familia recoge leña en su furgoneta. El padre, Wade, fabricante de cuchillos y aprendiz de piano, verá su vida desmoronarse ante sus ojos cuando lo terrible irrumpe súbitamente, como una vorágine. Años después, su segunda esposa se enfrenta a su demencia precoz e intenta atar los cabos del dolor, indagar en lo que se quebró aquel verano fatal.
A nivel narrativo, Idaho es prodigiosa. Me recuerda al regusto de los grandes libros de otro tiempo, tiene lo memorable de Un árbol crece en Brooklyn, lo coral de delicias como Que el vasto mundo siga girando, una imaginación desbordante que palpita como un animalillo vivo, un algo sensitivo y vibrante que hace que cada viaje temporal se perciba como una secuencia cinematográfica.
Viajarás a la montaña, a la escuela, a la cárcel, al granero, a lo más profundo de la helada, a dónde los hombres rudos lloran, los eneros estremecen, la esperanza lanza un último estertor. Viajarás al pasado y al futuro, a las sinapsis borradas que todavía esconden algún tesoro en la mente de un hombre maldecido por la genética, a las deudas con las manos tendidas que se atrevieron a mirar al abismo y a las canciones que despiertan sensaciones dormidas.
No sé cuánto pesa este libro, pero se me vino a la cabeza aquella canción de Quique González cuyo estribillo decía «400 gramos de avería y redención». De eso trata Idaho: de reconstruirse tras el crac más inmenso, de encontrar un chispazo de amor en el foso, de coser la memoria como un muñeco de trapo remendado una y mil veces para poder conciliar el sueño. También es una revelación sobre el poder sanador de la m´úsica, la escritura o el dibujo para salir por un momento de nosotros mismos y llegar a rincones del subconsciente por donde no se suele pasar la escoba.
Pese a lo terrible de fondo, Idaho me ha regalado mucho sosiego. Ha sido una de las sorpresas más gratas en estos días fríos.
Imagen de portada | Vidar Nordli-Mathisen/Unsplash