Cuatro primas, una abuela que aparece desangrada en la bañera tras cortarse las venas. Una casa de aldea surcada de secretos y memorias, vidas pasadas, huellas familiares, escombros de emociones. Muchas grietas en la mente, y ansiolíticos, speed, antipsicóticos, hierbajos, pálpitos, prospectos, iluminaciones. Un niño que tal vez no sea el mismo, una semilla cargada de sabiduría, voces que vuelcan secretos si sabes afinar el oído.
De un reencuentro familiar accidentado y revelador parte la premisa de Las herederas, la deslumbrante novela de Aixa de la Cruz publicada por Alfaguara, la epifanía de cuatro mujeres que intentarán atar los cabos del pasado y desenredar los líos del futuro. Unas ven la casa como un lugar en el que empezar de cero y escapar de la precariedad, ganar un buen dinero almacenando droga o abrazar un nuevo trabajo más espiritual, otras quieren deshacerse de ella y volar con el dinero tras descifrar la incógnita de la muerte de la abuela, mujer brava y alegre, bruja y curandera, un verso libre en una familia donde la locura parece una papeleta metida a fuego en los genes.
Cierro los ojos y las veo, me parece conocerlas al dedillo: son Nora, Erika, Lis y Olivia. Veo nítidamente sus caras, sus gestos, su voz y sus fantasmas. Cuatro eneatipos, cuatro elementos. Cuatro vidas enteras con sus gamas de grises, sus mochilas llenas de piedras, su búsqueda de la verdad, el placer o el olvido. Todas llevan un fantasma, una herida y una duda dentro. Todas se han visto cuestionadas por sus monstruos, todas ellas aspiran a un destino mejor, al remiendo de sus cicatrices. Y quién sabe si, ahora que de adultas se ven poco y se entienden menos, alejadas como vías secantes del tren, la reunión entre ellas, la aparición de sustancias sagradas de la naturaleza o la propia casa, un espacio especial donde los haya, ayudará a coser la pena y a descubrir si llevan el mal fario en la genética. ¿O no es la realidad una enfermedad como otra cualquiera?

Se dice que es realismo mágico, pero yo lo llamaría espiritualidad mundana empapando cada vértice. También un trasfondo de crítica social afilada: a la hipervigilancia y a la sobremedicación, a una sociedad que no quiere silenciar el dolor psiquiátrico, sino seguir apretando sin fondo las tuercas de la productividad. La maternidad y sus aristas; la precariedad y su frío; lo sanador de las lealtades, de los vínculos irrompibles, del calor de la tribu también despuntan en una novela que quema lo aprendido e invoca algo nuevo, como una buena noche de San Juan.
Leer Las herederas es, sobre todo, una experiencia diferente. No solo porque pone en cuestionamiento los rígidos corsés que categorizan a las mujeres en torno a su salud mental, saca a la luz las posibilidades de vivir otras vidas distintas lejos de mundanal ruido o narra cómo lo innombrable y lo imborrable son huellas que se quedan a resonar dentro de nuestro cuerpo, sino porque su lectura se convierte en un viaje interior maravilloso.
Terminar Las herederas me recordó a la sensación contradictoria de vacío y plenitud al acabar el último episodio de A dos metros bajo tierra (snif), al ejercicio de concebir vidas alternativas con La constante en Lost o a escuchar canciones como Near Wild Heaven de R.E.M y sentir que algo se separa del cuerpo y vuela libre y lejos. A leer un viejo diario infantil para reconocerte y al mismo tiempo, mirarte desde el extrañamiento, contemplando el pellejo de aquella que fuiste una vez.
«El médico dice que todo lo que está escondido está esperando, precisamente, ser encontrado» decía una vieja frase de Tokio ya no nos quiere. Las herederas está esperando a que tú también cojas el pico y la pala, salgas de la niebla, socaves la membrana de la realidad tangible, y encuentres el ritmo mágico que late por debajo de todas las cosas. Aixa de la Cruz nos toca el córtex y revuelve los cables que ayudan a entender un poco el abismo misterioso de la vida.
Imagen de portada | Gabriel Fernández/Flickr