Turbocapitalismo pasado por agua | Reseña de La gran ola de Albert Pijuan

La gran ola de Albert Pijuan

Y vieron que incluso las flores tienen su parte decadente.
Qué se pudra este ramo de rosas, pero no antes que usted, señor presidente.

León Benavente

Unos nacen con estrella, y otros nacen estrellaos, pero algunos de los primeros acaban en el cajón de los segundos. La gran ola es un libro acuático y viscoso cargado de dinamita, de sorna, de dinero sucio y de saliva, de olas que estallan y recuerdos que flotan. Si no podemos derrotar a la apisonadora que se pasa por el forro de la bragueta los límites planetarios, que fagocita culturas y civilizaciones para llenarse el bolsillo como una máquina tragaperras hambrienta, que le quiere poner límites al mar y disfraces cuquis a la precariedad más sangrante, siempre nos quedará reírnos de él a carcajadas, dejar al descubierto sus miserias, mostrar que el rey está desnudo. Todo esto lo hace de perlas Albert Pijuan en La gran ola, una novela delirante e inmisericorde, ganadora del Premio Nacional de la Crítica de narrativa en catalán y publicada por Sexto Piso, cuyas líneas espídicas se surfean, donde los egos de sus personajes se exhiben de forma impúdica, casi pornográfica, como cadáveres destripados en la carnicería. Un torbellino de confeti, mojitos y arena que profetiza que la gran fiesta del turbocapitalismo puede acabar en desgracia, también para los hijos de papi, especialmente para los de arriba, los que nacen con un fajo de billetes cosido al cordón umbilical, los que se divierten quemando dinero y tratan al camarero con el menosprecio burgués de los dueños del rancho.

Pijuan regala un retrato despiadado de los engranajes del turismo de lujo y carricaturiza el esnobismo absurdo de un sistema que se mea en el medio ambiente mientras lo aplasta.

«Eran jóvenes y lo tenían todo, eran jóvenes y no creían en nada porque lo eran todo y no tenían nada, eran jóvenes y eran tres, y los tres compartían linajes, sangre, destino y molde, eran huérfanos y eran reyes», así comienza una historia como una metralleta que involucra a tres primos, hijos de una más que pudiente familia catalana a lo largo de dos décadas. Es un libro que se lee como si fuese una película, una novela como un tsunami falto de puntuación. Cuesta coger la ola, pero enseguida el odio de clase se chuta a la vena como adrenalina de la buena, aliñada con un poco de lástima hacia la parte más humana de sus tiburones surcados de taras.

En plena era del turismo espacial impulsado por una élite sociópata, del greenwashing y de los pisos colmena, de servir copas por cuatro duros mientras el nivel del mar nos pisa los talones, de descargar meditaciones guiadas locutadas por una inteligencia artificial para olvidar la ecoansiedad de no poder pagar el aire acondicionado en la próxima ola de calor, de comerle sitio al mar y al pueblo llano para poder sorber una caipirinha en la piscina del resort, es probable que un buen puñado de millonetis sigan aspirando a la sanación tocando la calva de un cocainómano devenido en maestro budista. O que una recua de chalados sin escrúpulos celebren la explosión de un volcán, la caída de un meteorito o el deshielo del Ártico para seguir buscando nuevas formas de engordar sus cuentas bancarias y entretener, con bombo y platillo, a los ricos del mundo. La única minor´ía peligrosa.

Un suceso marcará la vida de estos primos, y la narración encendida como una bengala desde la primera página alumbrará todas sus consecuencias a lo largo de los años. No puedo evitarlo: me divierten los libros que consiguen que odiemos a sus personajes y aun así, sintamos cierta pizca de compasión ante su falta de luces, su humanidad en estado casi terminal, sus torpes intentos de salir del pozo de su miseria emocional. La gran ola nos recuerda que, al fin y al cabo, cuando el fin del mundo llegue como un tsunami voraz y luminoso, también se llevará por delante a los culpables de todo el tinglado.

Imagen de portada | Joe Pizzio/Unsplash

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