«A las penas, puñalás»
Lees Al final siempre ganan los monstruos, la primera novela del polifacético dibujante y autor de cómic underground Juarma, publicada con exquisito mimo por Blackie Books, y te quedas tan hecha polvo como electrizada de ternura, a veces muerta de risa, siempre con el desencanto pisando los talones. Cierras el libro con un suspiro pero un trocito tuyo se ha quedado para siempre en el bar del Cucaracha de brindis, sofocando el desaliento con un par de buenos tragos de birra fría. Los libros, como las buenas amistades, siguen fermentando a pesar de las ausencias, siguen teniendo una extraña vida propia. Y aunque querría quedarme para siempre en Villa de la Fuente, entre líos, sabotajes, duelos y flechazos, sé que ellos se vienen conmigo, a donde quiera que vaya. Para una novela, en mi opinión, no hay piropo más grande.

Juarma nos regala un retrato certero, despiadado y elocuente de un puñado de amigos treintañeros en la España profunda metidos constantemente en líos, espantando a la tristeza con perpetuo polvo blanco y luchando contra un mundo hostil, curros intermitentes, trapicheos y la claustrofóbica sensación de no poder escapar de su pueblo ni de los círculos viciosos que arrastran desde la adolescencia. ¿Cómo apuñalar a los propios monstruos cuando estos son parte de la mecha que los mantiene vivos?
Ni de lejos es esta una novela sobre la cocaína, ni un cóctel de cine quinqui con esa espantosa etiqueta hoy oxidada llamada realismo sucio. Es una historia con mayúsculas sobre amistad y supervivencia, sobre fatiga y pérdida, sobre el paso del tiempo y los cimientos, los cables indestructibles que unen a las personas. Claro que hay droga, violencia, mentiras, esquelas, enfermedad y rabia. Pero también diversión y amores bonitos, venganzas y juerga, ternura y macarreo, y un sentirse vivos como dinamita en los dedos.

Su lectura no solo es voraz, rápida como una moto quemando goma en el asfalto, dolorosa y placentera como un cigarro de resaca, fresquita como la cerveza de agosto, sino que dibuja y pone piel y huesos a un buen puñado de problemas generacionales. Nos devuelve una nostalgia primitiva de la adolescencia y de los bares, de hacerse mayor como un proyecto que se tuerce. También enfrenta a sus protagonistas al vacío y a la compulsión, a envejecer, a buscarse las castañas como buenamente se puede, a pedir perdón, a despedirse, a hundirse en la mierda, a olvidar, a derrochar y a compartir a negar lo evidente, a reconciliarse, a evadirse. A quemarlo todo una noche más para sentirse eterno y encendido.
A través de un trabajadísimo mosaico de voces e incluso de géneros -es posible casi escuchar a cada personaje, sus manías, sus tacos, sus penitas, sus prioridades, su forma de ver el mundo-, Juarma convierte la novela en decenas de ellas, en un puzzle canalla y fosforito rebosante de adrenalina, sentimientos subterráneos, amigos sobreviviendo al desastre de seguir aquí, a pesar de todo. Aunque al final siempre ganan los monstruos, que haya alguien para contarlo.
Mi barrio, mi calle se quedan sin mí
Sirenas y disparos sin voz y sin dolor
Adiós reina mía, ya no pinto nada aquí
Imagen de portada | Noirathsi’s Eye/Flickr