A lo largo de tu vida vivirás unos 28.000 días -28.000 puñaladas, que decía aquel disco de Marea-, verás un buen puñado de eclipses, seguramente tragarás una buena cantidad de litros de café o cerveza, te enamorarás y te darás de bruces, cicatrizarás las despedidas y celebrarás las bienvenidas y los placeres. Pero por desgracia, solamente leerás en una ocasión Panza de burro por primera vez. No será una historia cualquiera: seguro que años después, todas encontraremos su muesca.
La primera novela de Andrea Abreu –lanzada por la editorial Barret y editada por Sabina Urraca como parte de su iniciativa anual Editora por un libro- es especial, de esos libros que una desearía ser la primera en recomendar a sus amigos lectores, con fervor, con nervio, con los ojos brillantes, como cuando tenías diez años y la vida era un misterio, una hoguera de San Juan que todavía no habías saltado, un campo minado lleno de sorpresas desconcertantes, bombones envenenados y sensaciones turbulentas.
Panza de burro es, en este año tan raro, un tesoro como las flores que crecen tras los desastres nucleares o las canciones de los veranos eternos de la adolescencia que siguen pegadas al cerebro años después. Sería ideal colgarlo de unas pinzas, como la ropa, en los patios de luces para que lo lean las vecinas, regalarlo en todos los próximos amigos invisibles, pasarlo de una mochila a otra, como el trago furtivo de una petaca. Arrancarse el cachito de cerebro que alberga su historia para releerlo, con toda su viveza, su furia poética y sus pulsiones abrasadoras. Panza de burro no se lee, se mastica, y se toca, y se huele, y se restriega, y se canta, y se siente muy adentro, en puntos del cuerpo que no recordabas que tenías. Te obliga a ser leído, chupa de tu curiosidad y se te mete por debajo de la piel.

Es difícil hablar de su particular universo, tan pequeño y a la vez tan singular que escuece dentro del pecho, de risa y de angustia y de deseo, como un volcán siempre a punto de entrar en erupción. Panza de burro es el vínculo indestructible y frágil entre dos amigas, la extrañeza y las alegrías y la intuición de los últimos coletazos de la infancia, es la magia y la sabiduría de las abuelas, es un verano largo en un barrio del que no se van nunca las nubes, es la década de los dosmil y el principio de los latidos nuevos, son canciones de Aventura y conversaciones en el chat de Terra, las cosas a las que es difícil ponerles nombre pero que probablemente nunca vuelvan a ser sentidas con la misma intensidad.
Panza de burro también es un regalo: nos empapa de palabrejas mágicas y desconocidas para los peninsulares, construye un imaginario propio que podemos tocar con los dedos, que huele a brasas, a lluvia, a mojo, a coles, a Isora. Que rasca tras lo insólito, tras lo cotidiano y lo prohibido, revelando el mundo desde otro ángulo que desde luego, la literatura contemporánea no había tenido el gustazo de conocerlo.
Deberías correr a comprarlo, shit.
Imagen | Miguel Ángel García/Flickr