Escribir una buena historia que se quede pegada para siempre en tu caja torácica y te remueva las vísceras no es un don al alcance de muchas personas. Tampoco lo es dibujar personajes de carne y hueso en tan solo unas páginas o conseguir que seas capaz de oler el frío de las montañas de Virginia, escuchar a los fantasmas que susurran entre cardos y espigas o sentir en el paladar el sabor de las brasas y del hígado, del incendio y de la tierra blanca que pesa en las venas.
No es nada fácil crear relatos imborrables con aroma a pólvora y a nostalgia, a resistencia y a desesperación. Pero hoy venimos a hablar de quien sí tiene el poder, hoy venimos a preguntarte que qué coño estás haciendo con tu vida para no haberte leído a Ann Pancake y su Tierra vencida, un conjunto de relatos magistrales publicados con mucho gusto por la editorial Dirty Works. Si echas un vistazo a su página web te entrarán ganas de servirte un bourbon y poner un blues, o de comprar de sopetón todos los libros de su catálogo. O todo a la vez.
Ann Pancake, natural de las montañas de Virginia, recoge en este volumen un total de doce relatos, todos ellos imperdibles. En cada uno de ellos podrás zambullirte en el corazón herido y la desgarrada violencia de aquellos que nacen, mueren y resisten en el agreste y complejo territorio de los Apalaches, donde el expolio a la naturaleza y el abandono de la montaña, la tradición y la huida, o el alcohol, la soledad y la depresión conviven mano a mano.
Chicos redneck, bosques que aúllan, jóvenes hechizadas, manzanas ácidas, espíritus que atraviesan las llamas, carne en conserva, gente que vuelve y otra que nunca se ha ido, sequías y accidentes, gaznates sedientos y pulmones ensombrecidos. Ciervos escuálidos, madres tristes y chicas a punto de convertirse en serpientes. Todo esto te aguarda, y nada será como lo presuponías de antemano.
Pocas veces un lugar ha conservado un vínculo tan estrecho con sus pobladores en la literatura, porque aquí la tierra es como un nervio, un imán o una placenta que años después se convertirá en tumba. No es un simple escenario, sino un ente vivo que empapa de dolor, fuerza e identidad a aquellos que la pisan. Ann Pancake nos devuelve la importancia de lo telúrico, de lo insondable, de desentrañar en lo salvaje y espiritual de la condición humana, en sabernos bestias y miserables, en pintar el arraigo a la tierra de colores y crujidos y estaciones. La universitaria que aspira de nuevo la extraña familiaridad del hogar y el señor que baja a Foursquare a por leña están igual de perdidos.
Guardamos Tierra vencida como un tesoro, un título que hace justicia a su nombre. Descubrimos entre sus páginas mil y un modos de supervivencia, la rebeldía de una tierra doblegada, texturas y olores tan vívidos -a tierra húmeda, a leña, a sexo, a podredumbre, a sudor y a mazorcas, a noche y a nieve- que se nos meten en las manos y en la garganta, instintos que se vuelven más transparentes allá en lo alto de la montaña.
Como dice uno de sus relatos, «aquí la tierra se tiende de un modo muy parecido al de un cuerpo humano, más que en cualquier otro lugar que yo haya visto, ya sea en fotografías o en la vida real. Y a menudo me pregunto si no será esa la razón de nuestro doloroso apego a esta tierra».