Nadie ha escrito de forma tan lúcida y punzante sobre la maternidad en los últimos tiempos como Brenda Navarro. La autora mexicana ha publicado con la editorial Sexto Piso una primera novela llamada a ser sin duda uno de los mejores libros del año. Casas vacías narra el rapto de un niño con autismo en un parque y cómo ese suceso trastoca tanto la vida de la madre que deja de serlo como de la que se convierte en ello. Sus dos protagonistas son vivos reflejos del «yo soy yo y mis circunstancias», del dolor y de la violencia, aunque a ratos, también de la esperanza y la reparación.
Casas vacías es simplemente devastadora. Hurga en la vida de estas dos mujeres y su entorno; escarba en cómo el color de piel, el sexo, el vacío, la culpa, la intimidad o la violencia familiar todo lo salpican y atraviesan el cuerpo, ese cuerpo de madres o no madres siempre acusado, golpeado, expectante, responsable. Herido y cicatrizado, vuelto a levantar del polvo casi como una resurrección.
Daniel, rebautizado como Lionel en su nuevo hogar, es la grieta que resquebraja dos vidas que tienen más en común de lo que a simple vista parece: pulsiones y anhelos profundos no correspondidos, ataduras invisibles, familias desmembradas por el daño. Ambas mujeres trazan las venas de un mapa que se toca, hacia el olvido y la reconstrucción, hacia la sanación o la supervivencia. Es una novela inteligente, dura como una cuchillada, profunda y corporal. Obliga a mirar hacia realidades difíciles, hacia el dolor de la existencia misma. Obliga a repensar las motivaciones intrínsecas tras los actos, a tomar conciencia de cómo un segundo -de concepción, de desaparición, de arrebato-, pueden cambiarlo todo para siempre.
Casas vacías bebe de la realidad actual, pero también rescata las espinosas problemáticas de siempre: los cuidados, el apego, la culpa, la memoria. Nos ofrece aguja e hilo para, desde el borde, ir cosiendo con las manos una brecha que supura.