Los cuerpos del verano, ópera prima original donde las haya con la que el argentino Martín Felipe Castagnet saltaba a la palestra en 2012 -y que a España llegaba de la mano de la editorial Sigilo– es una de esas joyas escondidas en la vorágine veloz de la literatura actual que te dejará con ganas de volverla a devorar en cuanto hayas terminado su última página.
Una novela que rezuma por todos los lados las grandes preguntas del ser humano, las viejas cantinelas sin resolver sobre la religión, el sentido de la vida, el alma, el sexo, los lazos familiares, el despiadado neoliberalismo, la venganza o el sistema de clases en un planeta donde la muerte ya solo es opcional, un residuo del viejo mundo: tu conciencia puede flotar en el vasto limbo digital o ocupar un nuevo cuerpo instantes o años después del deceso del anterior.
Así le sucede al protagonista de esta historia, Ramiro, que vuelve a la vida décadas después pero en las carnes alegres y corpulentas de una abuela, en un mundo dominado por la tecnología y donde las personas siguen sin estar de acuerdo, buscándose a si mismas, malviviendo, dudando, deseando y a trompicones. Desde la primera línea se olisquean dilemas, preguntas, retazos de su existencia anterior, una primera mujer a la que echa de menos con dolor y rabia, una hija con la que solamente puede comunicarse a través de Internet, como un nuevo Más Allá digital y azulado.
Con muchas cuentas pendientes, un vástago envejecido que prefiere morir para siempre que orbitar en el estado de flotación, familiares nuevos, un mundo donde todo es líquido, donde el olvido se devora a si mismo, la conciencia transita entre vísceras deterioradas y el tardocapitalismo también llega hasta los órganos que uno puede permitirse, Ramiro se convierte en un protagonista vibrante, a ratos melancólico y a otras iracundo, vital pero aturdido, compasivo pero sediento de venganza. Y Los cuerpos del verano, toda una revelación. Sobre la eternidad y lo vacuo, la miseria y el recuerdo, la memoria y el tiempo como lo único que vale la pena rescatar de nuestros pobres tejidos humanos. Lo único que tenemos.