Hay libros que son como colchones mullidos. Otros, escalpelos afilados, bolsas de confeti, dardos envenenados, placeres culpables. También existen aquellos que funcionan como alfombras voladoras, incendios abrasivos, golpes en la mandíbula. Estufas de aceite para noches heladas, hilo y aguja para una herida abierta. Permafrost es distinto a todos ellos: si tuviese que ser definido por una sola palabra, esta sería grieta. Una fisura en la cotidianidad, la de una mujer en proceso de búsqueda o de vacío existencial, rutina cotidiana poblada de instintos de muerte, pulsiones sexuales, nihilismo aterrador, disconformidad con el curso natural de las cosas, odio eterno a la anestesia de los días contemporáneos, humor negro disparado al aire como bengalas en lugar de flores en medio de un funeral.
La protagonista de la primera novela de Eva Baltasar (Barcelona, 1978) ni siquiera tiene nombre, habla en primera persona, tiene una voz afilada que salta de la tinta para meterse en tu pellejo, aguda y luminosa como una capa de hielo. Podría ser ella misma, pero qué diablos importa eso en plena era de la autoficción -ya dijo Raymond Carver aquello de que «no eres todos tus personajes, pero todos tus personajes son tú»-. Tras una decena de poemarios este debut narrativo emerge como una rara avis, un prodigio literario contado de forma desordenada, recuerdos de infancia, primeras masturbaciones infantiles, coqueteos con la idea de suicidio, desdén ante la postura Mister Wonderful y la sedación de los antidepresivos, sexo lésbico como único asidero vital al presente y familia como fuente de culpa y responsabilidad, amor y preocupación.
El lenguaje lo es todo para explicar una historia que se devora de corrido y a la vez se saborea despacio, que nos habla de la profunda insatisfacción moderna, de la falta de rumbo en un mundo de locos, del dolor físico como fuerza sanadora, del poder del deseo como antagonista de la muerte, que diría Buñuel. Recorrer los pasos de la protagonista, quedarse embelesada ante su voz socarrona y deslenguada, buscar consuelo en cuerpos ajenos y fluidos propios, encomendarse a la curiosidad aunque solamente sea para imaginar la muerte propia, desde lo alto de un rascacielos o contra la dureza de un patio de luces, se convierte en una rayuela escrita desde (y para) las vísceras. Poesía para tiempos de tedio, donde el orgasmo y el vértigo son las únicas grietas posibles contra ese permafrost que nos separa del mundo.